sábado

LEGADO DE AMISTAD

No es fácil perder un amigo, en ningún momento y a ninguna edad.

Enrique fue mi mejor amigo por tanto tiempo que ya casi ni recuerdo cuánto. Tuvimos una hermosa amistad que supo acomodarse al tiempo y a las diferentes situaciones que éste nos ofrecía.
 
Éramos muy distintos, tanto que muchas me pregunté cómo podíamos ser tan amigos. Con el tiempo entendí que tal vez esas diferencias, nos unían o complementaban.
 
Enrique era un “alma libre” como él decía. No se había casado, no tenía hijos. Tampoco tenía padres o hermanos. No se ataba a ningún trabajo y no ambicionaba nada en particular. Le alcanzaba con que le alcanzase y no buscaba nada más. Vivía en una pequeña casa alquilada con la única compañía de su otro gran amigo, su perro Indio.
 
Yo, en cambio, tenía esposa, hijos, casa propia y un trabajo del que cualquiera podría sentir orgullo.
Cierto día me dijo:
- ¿Sabes qué? Es un gran beneficio no tener nada. Imagínate qué fácil será cuando yo muera, no habrá nadie para reclamar nada-rio y yo pensé que algo de razón tenía. Estaba muy equivocado.
Enrique murió de repente. ¿Estaría enfermo y yo no lo sabía? Tal vez ni él lo sabía. Tal vez era su hora y así, de pronto me quedé sin mi amigo.
 
No hubo velorio y yo lo despedí en el cementerio como pude, torpemente, amargamente, con una sensación de infinita soledad.
 
Al día siguiente fui a su casa, alguien debía ocuparse de las pocas cosas que Enrique había dejado y allí lo encontré. Indio estaba ahí, esperando a mi amigo, sin resignarse como yo. Tanta era mi desazón que no me había acordado que el perro estaba solo en la casa. Le di de comer y de tomar y me senté junto a él en el piso. Indio esperaba, no se daba por vencido, y por un momento yo esperé también, como si el regreso de nuestro amigo fuese posible.
 
El timbre nos sobresaltó a ambos, pero no se trataba de un milagro que nos devolvía a Enrique, era el propietario de la casa.
 
-Su amigo me pagó hasta fin de mes, así que –hasta que llegué ese día- tiene tiempo de desocupar este desorden-No dijo más que eso y se fue.
Y comenzó para mí una rutina diaria. Todos los días pasaba por la casa de Enrique, no tanto para desocuparla, sino para darle de comer a Indio y hacerle compañía.
 
Con las pocas pertenencias de mi amigo terminé al poco tiempo, no era mucho realmente y doné todo.
 
Sin embargo, quedaba Indio. Cada día cuando llegaba a verlo, sabía que él seguía esperando a Enrique, pero un día me di cuenta que me esperaba a mi también.
 
Ambos nos hacíamos compañía y compartíamos ese dolor indescriptible que significaba haber perdido a nuestro mejor amigo.
 
El tiempo pasaba y fin de mes se acercaba. Sabía que algo debía hacer con Indio.
Ya no sólo nos unía el recuerdo de Enrique, había un vínculo entre nosotros.
 
Sabía que no sería fácil convencer a mi esposa y no lo fue. Sin embargo, ella aceptó que Indio no podía quedar sólo y que si alguien debía hacerse cargo de él, ése era yo.
 
Y el último día del mes cuando llegué a la que fuera la casa de Enrique, Indio me esperaba moviendo su colita.
 
-Vamos amigo, tienes que conocer tu nuevo hogar-le dije.
 
Y mientras ambos caminábamos hacia mi casa, pensé en qué equivocado había estado Enrique. Es cierto, no había dejado dinero, ni joyas, ni nada de valor material, pero me había dejado a Indio, a su otro mejor amigo.
 
Recibí la herencia más importante que se pueda dejar, una herencia de amistad, de amor y de cuidado. Mi gran amigo me había dejado como legado a otro amigo ¡Qué mayor tesoro podría haber recibido de él!
 
Indio ya no estaba solo, yo tampoco. Estoy seguro que Enrique sonreía feliz mientras nos veía marchar hacia casa.
 
Fin

EJEMPLO DE ANÁLISIS LITERARIO DE UN CUENTO

DIVIÉRTETE LEYENDO


¡ALUMNOS!
 LES DEJO UN REGALO... RECUERDEN...
 ¡LEER ES DIVERTIDO!

jueves

"EL SECRETO DE CRISTINA"


Cristina, una niña de doce años, vivía has­ta hace poco en Tihuiztlán con su abuela, porque
sus papás estaban trabajando del otro lado, en Estados Unidos. Cuando la abuela de Cristina murió, la mamá regresó y le dijo que tendría que mudarse a Kipatla con su tío Aldo.
 
Cristina había ido a Kipatla con su abuela; en alguna ocasión la había acompañado a vender un cerdo y ¡le habían dado muchos billetes! Cristina no quería irse de su pueblo, le gustaba mucho su escuela y jugar con sus amigos; resignada, empacó sus cosas y se fue a casa de su tío Aldo, quien era maestro de la escuela y le caía bien. Al día siguiente de su llegada a Kipatla, el tío la llevó a la escuela. Al llegar a su salón, Cristina observó que los niños y las niñas eran diferentes a ella, se vestían diferente, y tuvo la sospecha de que tal vez no hablaban su lengua.
 
Te imaginas lo que será vivir
lejos de tu papá o mamá?
Conoces a alguien que viva con
sus tíos, tías, abuelo, abuela o
alguien más?

Cuando Cristina se había acomodado en una banca, se dio cuenta de que había olvidado su libro de texto en Tihuiztlán. En el recreo, le pidió al profesor un libro y, sorprendida, se dio cuenta de que el libro sólo estaba en español. La anterior escuela de Cristina era bilingüe
y ahí aprendían todo en español y en náhuatl, además, su abuela le ponía tareas en náhuatl
porque ésa era la lengua y las palabras e historias de su familia y de su pueblo; su abuela
decía que era muy importante que la aprendiera bien para que no se perdiera la lengua de sus antepasados. Al ver su libro nuevo, Cristina pen­só que su abuela tenía razón, en el libro que el profe le había dado, las palabras en náhuatl ya se habían perdido.

Cristina empezó a conocer a sus compañe­ros y compañeras de clase, la primera que se
hizo su amiga fue Nadia; un día, la invitó a su casa y jugaron con el perro de Nadia, llamado ¡Conejo! En la tarde, la mamá de Nadia les dio dinero para comprar paletas. Cuando llegaron a la tienda, se asomaron al refrigerador para escoger la paleta. En eso andaban cuando en­tró la tía de Nadia, la señora Balbina, y se quedó mirando muy feo a Cristina; le preguntó a Nadia que si ella era su nueva amiga, luego escribió algo en un papel y lo pegó en la pared. Cristina alcanzó a leer “El que con indios se junta“, pero Frisco, que también estaba en la tienda, se subió a una caja y lo arrancó, arrugó y tiró a la basu­ra. La tía Balbina se rió y dijo que seguramente Cristina ni siquiera sabía leer y que se Fijaran bien con quién se juntaban.
 
Cómo es tu grupo?, ¿son todas y
todos iguales?
Te gusta que tus compañeros y
compañeras sean diferentes a ti?,
¿por qué?
 
A Cristina le gustaba salir a caminar por las tardes; un día, encontró una casita, se asomó y descubrió que había un armadillo atrapado en una jaula. Ella había oído en su salón que
unas personas malas capturaban a los arma­dillos para hacerlos charangos (instrumento
musical); de inmediato se apresuró a liberar al pobre armadillo, lo abrazó y se fue corriendo
a su casa. Le hizo un nido y le dio de comer; le daba miedo soltarlo porque temía que las
personas malas lo volvieran a atrapar para ha­cerlo charango.

Cuando por in llegó el libro de Cristina en español y náhuatl, el profe Jacinto le pidió a
la niña que leyera en náhuatl a todo el grupo; al principio, a Cristina le dio pena, pero luego
sus compañeros y compañeras le empezaron a preguntar cómo se decían algunas palabras
Cristina les contó que ella se despertaba solita, bien temprano, para ir por agua. Sus amigos y amigas no podían creer que en el pueblo de Cristina sólo hubiera una llave y que todos y todas tuvieran que llenar cubetas y llevarlas a sus casas. Tampoco imaginaron que Cristina sabía cómo quitarle el aguijón a los alacranes, trepar a los árboles más altos y hacer juguetes con hojas secas.
 
 Alguno de ustedes habla otra lengua?,
¿les gustaría hablar dos idiomas?
Por qué era importante para la
abuela de Cristina que su nieta
hablara bien náhuatl?
 
Qué opinas de lo que hizo la tía
Balbina?
Si tú fueras Cristina, ¿cómo te habrías
sentido?, ¿qué habrías hecho?
Qué te parece lo que hizo Frisco?

Algunos amigos y amigas estaban tan extrañados con Cristina que a veces la espiaban. Ella
se daba cuenta, pero no decía nada. Un día, cuando se fue la luz en Kipatla, Cristina salió
al patio con una vela para dar de comer a su armadillo. Le gustaba hacer eso y hablarle en
náhuatl; en esas andaba, cuando empezó a escuchar voces bajitas, luego, vio como salían
corriendo Frisco, Nadia y Juan Luis con todo y silla de ruedas. Al día siguiente, en la escuela, todos estaban muy serios y la veían raro; a la hora del recreo, el profe Jacinto y su tío Aldo la llamaron para preguntarle qué hacía la noche anterior con una vela, hablando en su lengua y sacando cosas de una bolsa para ponerlas en un montecito de lodo. Le dijeron que los niños y las niñas estaban muy intrigados con esas cosas que hacía. A Cristina le dieron ganas de soltar una carcajada en ese instante, tuvo que confesarle a su tío que tenía en el patio un armadillo y que sólo había salido a darle de comer. Cuando el profe Jacinto le platicó al gru­po que Cristina había salvado al armadillo y que lo tenía en su casa, todos se pusieron muy contentos, y llevaron al armadillo a un área protegida de la universidad.
 
Si tuvieras una compañera que
viniera de un lugar lejano y
hablara otra lengua, ¿qué te
gustaría preguntarle?
Conoces a alguien que hable
náhuatl o algún otro idioma?
Sabías que utilizamos palabras
nahuas en nuestra lengua?, por
ejemplo: pozole (pozolli), chicle
(tzictli) elote (elotl).

Nadia, Frisco y Juan Luis, le habían prepara­do una sorpresa a Cristina; hicieron un letrero
que decía: “Aquí, como es natural, a todos se trata igual”. Fueron con el tío de Cristina para
preguntarle cómo se escribía eso en náhuatl y lo escribieron en el letrero; luego, le pidie­ron permiso a don Esteban para ponerlo en su tienda. De regreso de dejar al armadillo, pa­saron a la tienda y Cristina se quedó muy con­tenta cuando vio el letrero escrito en su lengua.

Al día siguiente, Cristina llevó su balón de básquet para jugar con sus amigos y amigas en el recreo. Se divirtió muchísimo y ¡metió dos canastas!
 
Estás de acuerdo en que Cristina
aprenda en dos idiomas lo que
enseñan en la escuela?
Crees que Cristina sólo debería
hablar español?
 
FIN

"Colección de Cuentos KIPATLA"
 
 
 

APLICANDO LO APRENDIDO



HOLA! A CONTINUACIÓN LES DEJO EL SIGUIENTE LINK DE LA SIGUIENTE ACTIVIDAD A REALIZAR. ESPERO SU TRABAJO EN EL BUZÓN. CUALQUIER DUDA ESCRIBANME. SALUDOS!

                                                    ACTIVIDAD



"LOS HÁBITOS DE LA LECTURA EN MÉXICO"



ALUMNOS! QUIERO COMPARTIRLES EL SIGUIENTE VIDEO SOBRE LA REALIDAD EN CUANTO AL HÁBITO DE LA LECTURA EN MÉXICO. ESPERO LES GUSTE Y NOS HAGA TOMAR CONSCIENCIA SOBRE LA REALIDAD. ESPERO SUS COMENTARIOS. SALUDOS!

PERSONAJES Y AMBIENTE DE UN CUENTO

HOLA ALUMNOS! Es un gusto encontrarnos nuevamente aquí en el Blog, se ha llegado el momento de aprender a distinguir a analizar un cuento. Que aprendan a distinguir los conceptos de ambiente, personajes y espacio.

Es necesario vuelvan a leer el cuento ¡DILES QUE NO ME MATEN! de Juan Rulfo y aprendan a distinguir los conceptos. En Clase ya se dio un poco de teoría como respaldo. Les dejo como regalo un Link donde podrán encontrar las características del cuento Latinoamericano. Saludos! Espero poco a poco sus comentarios. Saludos!

 


                                    CARACTERÍSTICAS CUENTO LATINOAMERICANO

¡DILES QUE NO ME MATEN! JUAN RULFO


-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
"Y me mató un novillo.
"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.
"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
FIN